El Sacrificio Eucarístico

de Cristo y de la Iglesia

Carta Pastoral de Mons. Rodrigo Romano Pereira Obispo de Long Beach, CA del 14 de Abril de 2022

“cada vez que coman de este pan y beban de este cáliz anuncian la muerte del Señor hasta que Él venga”

1 Cor 11,26

A todos los fieles de la Iglesia de Long Beach, CA – con clero, a los matrimonios y las familias, a los catequistas y a todo el pueblo de Dios a nosotros confiados.

Introducción

Mis muy queridos hermanos en Jesús, el Señor:

Hace ya más de una década que caminamos juntos en esta Iglesia de Long Beach, bajo el amparo de María Santísima, la Virgen de Guadalupe. En mi primera carta pastoral ponía ante nuestros ojos a Jesucristo, nuestra esperanza, y con las palabras del Apóstol rezaba por todos ustedes, para que “el Dios de la esperanza los colme de todo gozo y paz en su fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rom.15,13).

En las circunstancias actuales, que nos hacen sentir más fuertemente la debilidad de la existencia humana y de las construcciones sociales, vuelvo a proclamar: sólo Jesucristo es la esperanza plena y verdadera. Confiemos en Él y por Él cantemos con la Iglesia: “A ti elevo mi alma, Dios mío en ti confío, ciertamente todos los que en ti esperan no quedan defraudados” (Sl. 24 1-2)1

La esperanza en Cristo Jesús, verdadera esperanza de vida plena en este mundo y de vida eterna, comienza en nosotros por el don de la fe en Cristo, que ilumina toda la existencia, y se nos comunica en la Santa Iglesia por los sacramentos que nos hacen partícipes de la vida de Cristo: el bautismo en que nacemos de nuevo del agua y del Espíritu Santo y la unción con el crisma del Espíritu en la confirmación. Dicho más simplemente: somos bautizados y ungidos para la Eucaristía. Por eso, en esta carta, los invito a renovar y profundizar la fe en el misterio eucarístico, en la Santísima Eucaristía, en la Santa Misa, en el sacrificio de Cristo que salva el mundo. Al mismo tiempo quisiera iluminar con la Eucaristía algunas realidades de nuestra existencia.

Le pido a la Virgen María que nos acompañe a acercarnos a Jesús en su mayor don a la Iglesia, el don de sí mismo dado en la noche de su entrega: los misterios de su cuerpo y de su sangre.

I. EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO.

1) Las múltiples presencias de Cristo en la Misa.

La Santa Misa, en primer lugar, no la hacemos nosotros: ni el sacerdote, ni los cantores, ni los que hablan, ni la gente que está allí presente. No es un acto religioso nuestro. La Eucaristía la creó, la instituyó Jesucristo mismo. También Él y dio la orden y el poder de realizarla: “hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22,19).

La Misa la realiza hoy, cada vez, Jesucristo mismo. Él, Hijo y Verbo de Dios hecho hombre, es quien se ofreció en la cruz, resucitado se sigue ofreciendo en el cielo y se ofrece a sí mismo en la tierra en cada Misa. Él es quien se ofrece y Él es el ofrecido, Él es el sacerdote y el cordero.

Esta presencia y acción de Cristo orante, es obra de la Santísima Trinidad. Tiene su origen en el Padre, que obra conforme al beneplácito de su voluntad (Ef 1,5.9.11). La Eucaristía procede del Padre que nos entrega a su Hijo. La Eucaristía vuelve al Padre en la obediencia y entrega de Cristo. Él asocia consigo a la Iglesia y la presenta consigo al Padre. En este don del Padre en Cristo y en la ofrenda de Jesucristo al Padre obra siempre el Espíritu Santo.

En esta realidad de la Santa Misa, Jesucristo está presente y obra de diversas maneras, todas reales, verdaderas y complementarias.

  • ● Está presente en la Iglesia reunida, que es su cuerpo, cuyos miembros incorporó a sí en el bautismo, a los que ungió y selló con el Espíritu Santo en la confirmación.
  • ● Está presente cuando se proclama la Palabra de Dios, de modo que es Él mismo el que habla en la liturgia de la Palabra, en la que actúa el Espíritu Santo para convertir los corazones y dirigirlos en la vida de hijos de Dios.
  • ● Está presente en el sacerdocio católico, que Él instituyó en los apóstoles y se actualiza en el obispo, sucesor de los apóstoles, del que participan los presbíteros en comunión con el obispo. Por la imposición de manos y la efusión del Espíritu han sido tomados por Cristo cabeza y único sacerdote, para obrar Él por medio de ellos, más allá de su santidad personal. Por los sacerdotes Cristo, de modo sacramental, realmente habla y realiza los actos de la Eucaristía, toma el pan y el vino, ora con la plegaria de súplica y memorial, consagra el pan y el vino, se ofrece al Padre en el Espíritu y ofrece a la Iglesia consigo.
  • ● Está presente en la oración de la Iglesia. Ora toda la Iglesia, por mediación del ministro ordenado, al que se une todo el Pueblo sacerdotal, por Cristo con él y en él. Es Cristo cabeza quien asocia a la Iglesia a su oración y quien se ofrece a sí mismo con la Iglesia, su Esposa, al Padre.

2) La presencia real y substancial de Cristo en la Eucaristía.

Todas estas formas de presencia rodean y apuntan a la presencia eucarística de Jesucristo en su cuerpo y en su sangre.

El pan y vino sobre los cuales se invoca el Espíritu Santo y se dicen las palabras del Señor por boca de los sacerdotes, según el mandato y la acción de Jesucristo, por la acción del mismo Espíritu Santo se vuelven el cuerpo y la sangre de Cristo, son el mismo Cristo que está glorioso en la existencia celestial, el Hijo y Verbo de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado. El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella ‘como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos’ (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q.73, a.3).

En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están «contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero» (Concilio de Trento: DS 1651). Esta presencia se denomina «real», no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen ‘reales’, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente. A su vez, Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.

La Eucaristía es lo más real de este mundo. Es verdad que está velado a los sentidos, pero no es una ilusión. Si ante Cristo presente en la Eucaristía, la vista, el tacto y el gusto fallan, sin embargo, oída la Palabra de Dios se cree con firmeza, porque no hay nada más verdadero que la Palabra de la Verdad, que es Cristo. La Eucaristía es la mayor presencia del fundamento de la realidad que es Dios en Cristo, que es anterior a todo, en quien fueron creadas todas las cosas visibles e invisibles, por quien, y para quien todo fue creado, en quien todo subsiste (Col. 1,16-17).

En consecuencia, la Santísima Eucaristía es objeto de verdadera adoración, es decir, es reconocida como Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Tal adoración se manifiesta en el ponerse de rodillas, en la inclinación profunda, en la reverencia y trato con la Eucaristía, en particular al recibir la Sagrada Comunión. “…y al entregarse a ti, Padre, para salvarnos, se hizo sacerdote, altar y cordero” – Himno Adoro te devote.

De aquí brota toda la piedad eucarística, incluida la adoración eucarística fuera de la Misa, que es como una prolongación de ésta.

3) El sacrificio eucarístico. El santo sacrificio de la Misa.

Según lo que antecede, la participación en la Santa Misa es antes que nada una acción de la fe, que se adhiere en humildad y obediencia a lo que Jesús es (verdadero Dios con el Padre y el Espíritu Santo, que asumió nuestra naturaleza humana), a lo que Él ha ordenado y Él hace posible por el Espíritu Santo (hagan esto en conmemoración mía) y a lo que Él mismo hace: la ofrenda de sí mismo al Padre (mi cuerpo entregado, mi sangre derramada).

El acto supremo de Jesucristo, en que culmina su obra, es su pasión y muerte, voluntariamente aceptada, ofrecida al Padre en obediencia filial como sacrificio de salvación para los hombres. Para reconocer lo que es la Misa, antes hay que reconocer el valor infinito del sacrificio de Cristo en la cruz:

  • ● Más allá de las circunstancias de los hombres, Jesús, se entrega libremente en su pasión y muerte, en obediencia al Padre, que tanto amó al mundo que entregó a su Hijo Unigénito. Jesús “se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”, no haciendo su voluntad, sino la del Padre.
  • ● Este sacrificio, esta ofrenda de sí mismo, es la culminación de la historia humana y la salvación de los hombres. Nos rescata del pecado y de la muerte eterna.
  • ● De este sacrificio procede toda gracia, todo don: el Espíritu Santo dado para el perdón de los pecados, la vida de hijos de Dios y la herencia del reino eterno del Padre. El sacrificio de Cristo en la cruz culmina en su resurrección y glorificación. Dios lo exaltó y le dio el nombre sobre todo nombre, Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Fil 2,6-11).

El sacrificio de Cristo en la cruz, aceptado por el Padre, se ha hecho perenne en su resurrección y es continuamente presentado al Padre en los cielos. Es Cristo crucificado y resucitado, glorificado en los cielos el que, con la operación del Espíritu Santo, hace presente su propio sacrificio en la Santa Misa.

Así, pues, en primer lugar, la participación en la Misa es parte del acto de fe, del reconocimiento por la mente y la voluntad de que, creados por Dios, somos salvados por la muerte de Cristo, recibiendo el perdón de los pecados y el llamado del Padre a la vida eterna de Dios, que comienza ya en esta vida.

En segundo término, totalmente asociado, la participación en la Misa, parte del acto de fe de que la Misa es la actualización del sacrificio de Cristo en la cruz, del cual proviene nuestra salvación y nuestra vida. La misa es memorial de la Pasión del Señor.

Los sentimientos que acompañan la Misa, participan de los de San Pablo, que la Iglesia toma en su oración: “Nosotros debemos gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en quien está nuestra salud, vida y resurrección, por quien somos salvados y liberados”.

4) Las dimensiones del sacrificio eucarístico.

Sacrificio es lo que se recibe gratuitamente de Dios y Él mismo nos concede que le ofrezcamos a Él, para que se realice la unión, la paz, con Dios y con los hombres. La misma gracia de que nuestros pecados sean perdonados por la pasión de Cristo, de que seamos librados de la condenación eterna, por la muerte de Jesús en lugar de nosotros pecadores, que se nos reúna en la Iglesia, que seamos herederos de la vida eterna, conduce a la acción de gracias, a bendecir a Dios por su misericordia, al sacrificio de alabanza.

El sacrificio significa y realiza la relación de Dios y los hombres y por ello es complejo como esta misma relación. La ofrenda sacrificial tiene diferentes fines, que podemos ver realizados en el sacrificio eucarístico.

  • ● Sacrificio para el perdón de los pecados, por la muerte voluntaria de Cristo, de liberación del pecado y de la muerte, sea por vivos como por difuntos.
  • ● Sacrificio de reconciliación con Dios, con la Iglesia, con los hermanos.
  • ● Sacrificio de bendición a Dios y de alabanza, reconociendo su grandeza, su poder y su bondad.
  • ● Sacrificio de acción de gracias – eucaristía – por todas las gracias recibidas.
  • ● Sacrificio de comunión, que se ofrece para vivir la unión con Dios que nos introduce en la vida trinitaria.
  • ● Sacrificio de comunión con los hermanos, en la Iglesia, la paz de la Iglesia, que pedimos en la Misa. Gal 6,14).
  • ● Sacrificio cósmico ofrecido en nombre de toda la creación. Por nosotros, seres conscientes, la creación entera reconoce y alaba al Creador, a la Santa Trinidad.
  • ● Sacrificio de consagración del mundo a Dios. Los fieles laicos en su vida han de consagrar el mundo a Dios y llevarlo a la Eucaristía para que se perfecciones esa consagración.

5. El banquete eucarístico.

La forma que eligió Nuestro Señor Jesucristo para celebrar su sacrificio que Él entregó a la Iglesia es la de un banquete sacrificial. Él mismo, que se ofrece al Padre en sacrificio, se entrega a sí mismo en comida, para que recibamos el fruto de su ofrenda y para que participemos de la misma ofrenda. Esto lo significan las mismas palabras del Señor. “Mi cuerpo entregado”, “mi sangre derramada”, junto con el gesto de dárnoslo. Lo que recibimos y comemos y bebemos es al Señor Jesús entregado, dado hasta el extremo: para recibir el fruto de su ofrenda, el perdón y el don del Espíritu Santo. Se nos da en comunión, a fin de que comulguemos con su caridad, para vivir su misma entrega al Padre, por la salvación de los hombres.

Comemos la ‘victima’, quien se ha ofrecido en sacrificio, para volvernos también ‘víctima’ ofrenda sacrificial al Padre.

Por eso, el ejemplo máximo de comunión eucarística son los mártires, que recibieron a Cristo, fueron purificados y, a su vez, se entregaron a sí mismos con Cristo al Padre. La Sagrada Comunión es ofrenda de purificación y de gracia, es comunión con la cruz de Cristo, es ofrenda sacrificial con él, que nos hace uno con el sacrificio de Cristo mismo. Él eligió los sacramentos del pan y del vino, porque es alimento de vida. Ahora bien, lo máximo de esta vida es la entrega a Dios en caridad.

6. La Eucaristía por obra del Espíritu Santo.

Jesucristo, según su promesa, está presente por la acción del Espíritu Santo que Él envía desde el seno del Padre, que el Padre envía por mediación de Cristo. Los distintos modos de presencia de Cristo glorioso en la Eucaristía son actuados por el Espíritu Paráclito, el Espíritu Santo que esta junto a nosotros y en nosotros. El Espíritu congrega a la Iglesia, al Pueblo de Dios en la fe, la esperanza, la caridad. Él inspira la Palabra y la interioriza en los corazones. Él obra por las oraciones que rezan los sacerdotes, en nombre de Cristo Sumo Sacerdote, a las que se une todo el pueblo consagrado al Dios vivo. Cuando la Iglesia ora y canta salmos, Cristo está presente, moviendo los corazones por la atracción del Espíritu. El Espíritu Santo obra en la transubstanciación del pan y el vino en cuerpo y la sangre de Cristo. Él nos es dado como plenitud, actualizando el bautismo y la confirmación cuando comulgamos. Él santifica las ofrendas de los fieles y los une con Cristo para que se ofrezcan al Padre en sacrificio de suave fragancia.

Toda la Misa, desde la preparación de los fieles por la fe, hasta la despedida y el envío es obra del Espíritu Santo, y la participación en ella es la docilidad al Espíritu para que nos transforme uniéndonos con Jesús en su amor y entrega al Padre.

Es el Espíritu Santo quien ha movido a la Iglesia a custodiar en su Tradición y vivir en su Liturgia lo que el Señor Jesús le entregó.

7. La Eucaristía y la Iglesia

Ya hemos ido señalando continuamente la relación entre la Eucaristía y la Iglesia. Tan sólo quiero recapitularlo. Es la Iglesia, cuya cabeza es Cristo, cuya animación interior lleva el Espíritu según el designio del Padre, la que ha recibido de su Señor y Esposo la Eucaristía, la que celosamente la conserva, la celebra y la entrega.

Tanto en los relatos de la institución de la Eucaristía en los Evangelios, como en las cartas apostólicas, como en lavida de la Santa Iglesia, se vive la Eucaristía recibida en la Tradición ininterrumpida. San Pablo dice: “yo les trasmití, lo que a mi vez recibí” (1 Cor 11,23).

8. La Eucaristía y la vida eterna.

La Santa Misa es ya comienzo de la vida eterna. En ella vivimos la victoria sobre el pecado y la muerte y participamos de la Jerusalén celestial. Celebrar la Eucaristía es ‘levantar el corazón’ a Dios. En ella por Cristo tenemos acceso al Padre, es decir estamos como sacerdotes ante el Padre (Ef 2,18). El canto del “Santo” en la Plegaria Eucarística es una acción que expresa y realiza precisamente que el culto de la Iglesia en la Misa es comunión y participación de la alabanza eterna que los ángeles, los querubines y serafines, cantan continuamente ante el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, es parte de la adoración eterna en el santuario celestial. En cada Eucaristía estamos unidos a la Santísima Virgen María, los apóstoles, los mártires y todos los santos.

Cada Misa la vivimos “mientras esperamos la gloriosa venida de Cristo”, que vendrá como juez de vivos y muertos y cuyo reino no tendrá fin. Es anticipación y comienzo de la vida eterna. Jesús nos afirmó: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Cada vez que celebramos la Santa Misa, agradecemos que Cristo ha vencido la muerte y nos ha hecho ciudadanos del cielo, y al mismo tiempo orientamos nuestra vida, el corazón, las opciones, hacia la vida eterna junto al Padre.

9. La Eucaristía culto y adoración del Padre en Espíritu y Verdad.

La adoración es el reconocimiento de Dios en cuanto Dios. Es el acto supremo del entendimiento que reconoce al ser absoluto, el que es principio y fin de todo. La adoración se relaciona con el culto, que es la expresión de la adoración a Dios, como servicio, sea litúrgico, sea en la propia vida.

La carta a los Hebreos, que reconocía en Israel el conocimiento del Dios verdadero y la legitimidad del culto de Israel, proclama el pasaje del culto en el templo de Jerusalén al culto inaugurado por Cristo. Por eso enseña que la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purifica nuestra conciencia de las obras muertas, para rendir culto a Dios vivo (Heb 9,19). Es el sacrificio de Cristo el que nos posibilita el culto que participa de la alianza nueva y eterna.

A una alianza nueva, corresponde un sacerdocio nuevo y un sacrificio nuevo, un culto perfecto (He 10,15-21). A su vez, el mismo Jesús enseña el pasaje de la adoración legítima en Jerusalén a la plenitud de adoración que Él inaugura: “los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad (Jn 4, 23).

La cultura dominante moderna ha querido implantar la liberación del culto a Dios y de la adoración al Padre en Cristo y el Espíritu, que la Iglesia hace y proclama. Es un proceso complejo que aquí no vamos a analizar. Sólo para nuestra revisión

El sacrificio eucarístico realiza el fin del ser humano y de la humanidad entera: el culto de Dios, la adoración del Dios vivo y verdadero: recibir del Padre, por Cristo en el Espíritu la existencia y la vida divina y entrar en ella, alabándolo, dándole gracias y sirviéndolo, siendo ofrenda viva, santa, agradable a Dios.

Esta carta quiere ser una invitación a revisar, profundizar, actualizar nuestro sentido del culto y de la adoración, principalmente en la participación en el acto del culto perfecto que es la Santa Misa.

II. LA PARTICIPACIÓN EN EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA.

1) la mayor participación en la Misa: dejarse perdonar, salvar, vivificar.

La valoración de la Misa no proviene de si me gusta, si me llega. Requiere la humildad radical de reconocerse pecador, necesitado de ser salvado. Y, al mismo tiempo, el dejarse salvar por el cuerpo entregado de Jesús y su sangre derramada para el perdón de los pecados.

La principal participación en la Santa Misa es reconocer el sacrificio de Cristo y la gloria de su resurrección y recibir el Espíritu Santo para dejarse salvar, perdonar, dejarse amar y llevar por el Padre a la gloria. La primera acción es aparentemente pasiva: no es hacer nosotros, sino dejar hacer a Dios en nosotros.

Es una afirmación que implica antes que nada dejarnos amar por el amor de Cristo crucificado, hasta pertenecerle totalmente, dejarme, dejarnos poseer por él. Celebrar la Misa, asintiendo al amor del Padre en Cristo crucificado es también una muerte a nuestro ego, a ser el centro, para dejarnos tomar por el Señor. Es reconocer que, “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y resucitó” (2 Co 5,15).

Pedimos acercarnos con la fe humilde que diga con san Pablo: “vivo yo, más no yo, es Cristo que vive en mí. Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20).

Esta conversión, este giro de nuestro corazón, nos libera del pecado radical, que es ser el centro, vivir para nosotros mismos, a fin de que tengamos como fin agradar al Padre. Para nosotros este giro, esta libertad del pecado y para entregarnos a Dios es imposible por nuestras propias fuerzas. Nos libera el amor del Padre, nos libera el sacrificio de la cruz de Cristo, nos libera el Espíritu Santo.

Aquí cabe que nos preguntemos. ¿Cómo valoro que, en la Santa Misa Jesucristo, que se ofreció a sí mismo en la cruz, que vive glorioso en los cielos, actualiza y ofrece su propio sacrificio de la cruz? ¿Participo de la Misa, para recibir la gracia que brota de Cristo crucificado, de su costado abierto, para dejarme perdonar por el Padre y santificar por el Espíritu Santo?

Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.

“Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo – por gracia han sido salvados, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe”. Ef 2,4-9

¿Vivo en la Misa la realidad de ser salvado de la condenación eterna, redimido de la esclavitud del pecado y de la muerte, hecho hijo de Dios, consagrado por la unción del Espíritu, convertido en ciudadano y heredero del reino de los cielos?

¿Veo la existencia humana, el sentido de la vida de todos los hombres, la humanidad entera, rescatada por la muerte de Cristo y concibo a la Misa como lo central de la historia?

¿Qué medios – oración, silencio, posturas – me ayudan en vivir agradecido el don de la pasión del Señor?

2. la participación activa: unirse a la ofrenda del sacrificio de Cristo en la Misa.

Por don del Padre, por la gracia de Cristo, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia es asociada a la ofrenda de Cristo. Hechos Iglesia, pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, animados por el Espíritu, por el bautismo y la confirmación, se nos regala la capacidad de unirnos al sacrificio de Cristo, presentándolo al Padre y ofreciéndonos con él.

Entonces, nuestra participación en la Misa es doble:

a) ofrecer el Santo Sacrificio de Cristo por la salvación del mundo;

b) por Él, con Él y en Él, ofrecernos a nosotros mismos y toda nuestra vida.

Cristo nos ha hecho un pueblo de sacerdotes, su Iglesia, a quien le concede la gracia de presentarse ante el Padre con Él, ofreciéndolo a Él mismo. No es que le falte nada al sacrificio de Cristo en la cruz, sino que Él regala la gracia de presentarlo en el tiempo ante Dios, con Él que perpetuamente lo presenta en el santuario del cielo.

Junto con Cristo, nos ofrecemos nosotros mismos. Ofrecemos nuestra mente, creyendo en lo que Dios ha revelado, adhiriéndonos a él y a su voluntad, entregando nuestra alma, nuestro cuerpo y toda nuestra vida.

El perdón obtenido por el sacrificio de Cristo es también un giro, una entrega, una conversión, para volvernos nosotros mismo sacrificio. Por la gracia en Cristo, nos volvemos sacerdotes de nosotros mismos, corderos purificados, para ser ofrenda agradable al Padre.

¿Cómo valoramos la dignidad de bautizados y confirmados por el Espíritu Santo, por la que formamos parte de la Iglesia, pueblo de reyes y sacerdotes, consagrado para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa, para la gloria de Dios y la salvación del mundo?

¿Nos acercamos a la Misa con la conciencia de que vamos a participar del ofrecimiento del sacrificio de Cristo, de la Iglesia, de nosotros mismos?

¿En qué dimensiones del sacrificio eucarístico podemos profundizar, a cuáles unirnos más?

¿Cómo unimos el culto, la adoración en el sacrificio eucarístico, con el culto de nuestra vida ofrecida a Dios?

3. La participación en el sacrificio de Cristo por la ofrenda de la vida.

El sacrificio de nosotros mismos con Cristo en la Misa ha de continuase en la ofrenda de nosotros mismos, de toda nuestra vida. Así nos los enseña el apóstol San Pablo: “Los exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto razonable. Y no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rom 12, 1-2).

La adoración en espíritu y verdad se realiza por la vida de fe, esperanza y caridad, ofreciendo nuestro cuerpo, es decir, a nosotros mismos. Es un culto razonable (logiké, según el Logos), es decir, siguiendo la razón, la moral recta, y en último término la Sabiduría, del Logos, Cristo. A su vez, esto supone una ruptura con el ‘mundo’, en cuanto cerrado en sí mismo, en cuanto presenta sus propios absolutos. Para poder ofrecer esta ofrenda pura de sí mismo a Dios, es necesaria la transformación – la muerte y resurrección del bautismo –, un cambio de mentalidad, en la búsqueda de la voluntad de Dios y la obediencia a Él, en lo que es bueno lo que le agrada, lo perfecto. Esto es la unión con la obediencia de Cristo, tomando la cruz.

3.1 La Eucaristía comunicación de la caridad.

En el lenguaje de la Tradición de la Iglesia, la caridad – el agapé – no es simplemente un acto aislado de ayuda a quien necesita. Menos aún es esa caricatura que han hecho los enemigos de la cruz de Cristo, al contraponer caridad y solidaridad, o llamar caridad a un acto condescendiente cuando no lleno de soberbia.

En esto hemos conocido la caridad que Dios nos tiene, en que nos amó primero, en que entregó a su Hijo Unigénito por nosotros sus creaturas pecadoras (1 Jn 3,16; 4,19). El amor de Dios que hemos conocido en Cristo no es un amor de atracción por lo bueno, ni tampoco una ayuda y benevolencia con el que tiene algún problema. Lo increíble del amor de Dios, del agapé, de la caridad, es que sea totalmente generoso, de Dios para con el hombre que lo ha rechazado y que merece su perdición. El agapé es una sobreabundancia de amor gratuito y veraz. Lo increíble es que para salvar al esclavo entregó al Hijo.

La caridad es el amor con que el Padre ama al Hijo y extiende ese amor hacia nosotros por la entrega del Unigénito. Esa misma caridad, ese mismo amor, es el que tuvo Cristo al Padre. Ama al Padre y hace la obra de su amor hasta la muerte (Jn 14,31). Por lo mismo ama a los suyos hasta el extremo, sirviéndolos en la entrega de sí mismo (Jn 13,1).

La Eucaristía es el misterio real y presente de la caridad del Padre que entrega a su Hijo por nosotros, del Hijo que se entrega al Padre por los pecadores. Por eso en la Misa, recibimos toda la caridad de Dios y nos dejamos amar y transformar por su amor.

A su vez, la misma caridad de Dios es derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5). Así podemos amar a Dios con la caridad de Dios, amar a Cristo con amor humano y divino. Esa misma caridad nos mueve a amar de verdad al Padre y a Jesús. La Eucaristía es nuestra fuente de amor de caridad para con Dios, queriendo y pidiendo la gracia de amarlo con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser. De la Eucaristía ha brotado el amor de los santos a Dios.

Como aparece en toda las Escrituras, el amor a Dios es primero y totalizante. Y ese mismo amor se vive en el amor a los hermanos. “Hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn, 4,21).

La caridad, que nos ha sido dada, es la que nos lleva a amar a los hermanos con la caridad de Cristo. La Eucaristía es fuente del amor a los hermanos. En primer lugar, los hermanos en Cristo y en la comunidad a la que pertenecemos. No se eligen los hermanos. Se reciben del Padre. Por eso habla el Señor de amor mutuo. “Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (1 Jn3, 23).

Por ellos hemos de dar la vida: “En esto hemos conocido lo que es la caridad: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). La verdad de nuestra vida Eucarística es la caridad fraterna, en el perdón, en el sobrellevarnos unos a otros, en la aceptación del que no nos gusta, en la oración ante el pecado ajeno.

La caridad operante que brota del amor de Cristo fue la que creó los hospitales, para el cuidado de los enfermos, la visita a los encarcelados, los montes de piedad para auxilio de los pobres y la infinidad de obras de verdadera caridad cristiana y profundo realismo. La caridad que brota de la Eucaristía trasforma el mundo, no sólo en obras conocidas, sino en las familias, en la vida cotidiana, en lo secreto.

Pregón Pascual

“¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

El lavatorio de los pies y el canto “ubi caritas et amor, Deus ibi est”, muestran la relación entre Eucaristía y caridad fraterna.           

3.2. La Eucaristía, la cruz y el sufrimiento.

La Eucaristía es un sacrificio, actualización del sacrificio de Cristo en la cruz y ofrecimiento de la Iglesia con Cristo. En sí un sacrificio – en sentido propio – no tiene por qué tener sufrimiento alguno. Sacrificio es lo que se ofrece a Dios para la comunión con él; una ofrenda puede ser gozosa, dichosa. También puede incluir desprendimiento y sufrimiento, pero no es necesario. En su fundamento el sacrificio siempre es entregarse haciendo la voluntad de Dios, no la propia (Mt 26,39;

El sacrificio de Jesús fue durísimo, de varón de dolores, del Siervo sufriente. Fue un sacrificio cruento, es decir, con derramamiento de sangre. Sus heridas nos han curado (1 Pe 2,24). El sacrificio eucarístico hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz, pero de modo incruento, sin derramamiento de sangre.

La Misa es la actualización del sacrificio de la cruz y hace patente la gloria de Cristo crucificado, su amor hasta el fin, su entrega libre a su pasión, el derramamiento de su sangre por la salvación del mundo. Por eso la cruz que preside el altar del sacrificio de la Misa. Así participar de la Misa es también participar de los sufrimientos de Cristo, unirnos a su pasión, tomar la cruz, entregar la vida.

La mentalidad mundana en la que estamos inmersos no le encuentra sentido al sufrimiento y a no realizar la propia voluntad. Continuamente se habla de vida digna, de muerte digna, y su dignidad es que sea sin sufrimiento, aunque esté plagada de pecados. Sólo valen los medios para huir del sufrimiento, del dolor, hasta el punto de matar y promover el suicidio con tal de no sufrir. Estamos en una cultura que rechaza la cruz de Cristo y la comunión salvífica con la cruz.

En la Misa, al proclamar la gloria de Cristo crucificado, nos dejamos iluminar por el sentido salvífico de la cruz y de la comunión con los sufrimientos de Cristo. Nuestro dolor, nuestros sufrimientos, los asumimos uniéndonos al Corazón de Jesús, santificados por el Espíritu Santo. El ejemplo de los mártires, de los santos que sacrificaron su vida, que sufrieron persecuciones por Cristo, que padecieron injusticias, que perdonaron a los que los persiguieron, que entregaron su tiempo y su propia felicidad temporal por amor a Dios y a los hermanos, que llevaron con dolor sus familias y su pobreza, nos muestra cuál es la participación verdaderamente fecunda en el Santo Sacrificio de la Misa.

La Misa nos proclama continuamente el camino de las Bienaventuranzas, de perder la vida para ganarla. El sacrificio, la ofrenda a Dios, es una obediencia a su voluntad y la voluntad amorosa y salvífica del Padre incluye la cruz. La fe madura y se desarrolla en la prueba. La esperanza crece en la adversidad y en la perseverancia con fortaleza. La caridad es fecunda por su unión con la cruz, la comunión con el amor de Cristo crucificado, tanto en el amor sin límites a Dios, cuanto en el amor al prójimo, en el perdón de las ofensas, en el servicio gratuito, en el despojamiento de sí mismo, en la comunión fraterna, sobrellevándonos unos a otros, en la unidad de la Iglesia, en la entrega por llevar el Evangelio a todos.

3.3. Eucaristía y anuncio del Evangelio

El apóstol Pablo, afirma: “cada vez que comen este pan y beben esta copa, anuncian la muerte del Señor, hasta que venga” (1 Co 11,26). Este anuncio es en primer lugar una confesión de fe ante Dios. De aquí brota que la Iglesia está enviada a anunciar el Evangelio de la gracia de Dios. “No podemos callar lo que hemos visto y oído” (He 4,20).

CONCLUSION

La celebración de la Santa Misa y el amor a la Eucaristía.

Ya próximo a terminar es mi deseo hacer unas exhortaciones, que puedan motivarnos.

a) En primer lugar, quiero invitarlos a renovar el amor a la Misa, a la Eucaristía, al don último y perenne de Cristo, que entregó a sus Apóstoles, a su Iglesia, los misterios de su cuerpo y de su sangre, de su propia entrega. Ese amor nos mueve a la gratitud, a la acción de gracias por este don tan inmenso, que ningún hombre habría podido imaginar. Ese amor debe transparentarse en nuestra vida, en nuestras palabras, debe tener un ardor que contagie a otros. Por cierto, ese amor debe llevarnos a crecer en nuestro trato con la Eucaristía. Antes que nada, en la celebración dominical, preparada, elegida. También cuando se puede en alguna misa en otra fiesta o entre semana. El culto eucarístico fuera de la Misa, la visita al Santísimo Sacramento en el Sagrario, la adoración eucarística, sea con el Santísimo expuesto o no, siempre ha sido fuente de renovación de la fe, la esperanza y la caridad, de crecimiento en la vida eucarística.

b) También deseo invitarlos a profundizar en la liturgia de la Misa. Hay muchos niveles a mejorar y no voy a detallarlos aquí, sólo doy algunos ejemplos.

El silencio antes de la Misa, en la Misa y después de la Misa. Hemos perdido silencio, parecería que estamos necesitados de salir de la comunicación con Dios. Toda la Misa es en silencio, aun cuando escuchamos, cuando oramos y cantamos, porque estamos en el silencio de Dios, en el ámbito del Espíritu Santo, no de nuestra sociabilidad propia.

4. La Eucaristía y la Virgen María

La Virgen María y la Eucaristía están estrechamente ligadas. “Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. María, a trasvés de su vida y testimonio puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él… La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio. Ella en la obediencia de la fe, por obra del Espíritu Santo engendró virginalmente al Hijo y Verbo de Dios. Ella permaneciendo virgen lo dio a luz en Belén. “La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor”.

La esperanza definitiva que aguardamos y proclamamos en cada Eucaristía es sostenida por lo que el Señor ya ha hecho en la Virgen Santa. Si bien es cierto que todos nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace pregustar ya desde ahora.

De alguna forma en cada Eucaristía se realiza el misterio de la Navidad: el Hijo de Dios ha tomado carne y sangre de María la Virgen, para ofrecerse en él al Padre y realizar así la obra de su amor. Pido, pues, que esta Navidad, el Señor que se

 “Que María nos conduzca al máximo de la realidad de Jesús en este mundo, su sacrificio eucarístico y la comunión con él, el Cordero de Dios, para que así con los corazones levantados hacia el Señor nuestro Dios le demos gracias con los labios y con el corazón. Que por Ella y con Ella proclamemos que el Señor hizo y hace maravillas en nosotros. Y así glorifiquemos al Padre, por su Hijo y Señor nuestro Jesucristo, que murió y resucitó y vive y reina con el Espíritu de Santidad, por los siglos de los siglos. Amén.

+ Rodrigo, obispo de Long Beach, CA.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *